Los escritores
y la muerte. Siempre se dice que los escritores escriben en contra de la
muerte, que intentan trascender más allá de la propia vida a través de sus
textos, de su obra, con poemas, cuentos, novelas y un sinfín de escritos,
todos, para no ser olvidados, luchan en contra del olvido, que también, es otro
forma de la muerte.
Entonces, los escritores
escriben para trascender. Para no morir.
Porque la
muerte comienza a instalarse en la vida, a través del olvido. Cuando poco a
poco, las imágenes se van quedando en aquellos lugares de nuestra memoria que
ya no podemos acceder fácilmente. Ese lugar que me imagino como un espacio
pedregoso, lleno de pantanos y que las sombras están siempre presente, sombras
que no dejan ver la luz, la luz que es la memoria.
La memoria, esa
porfiada que no se va, que una y otra vez se encarga de decirnos aquello que
muchas veces queremos olvidar. Pero también, es la que se ocupa de lo esencial,
de lo importante de la vida. Borges dice que somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
Rosa Montero,
en su libro La loca de la casa
escribe que, “(…) los narradores somos personas más obsesionadas por la muerte
que la mayoría; creo que percibimos el paso del tiempo con especial
sensibilidad y virulencia, como si los segundos tictaquearan de manera
ensordecedora en las orejas”.
La muerte, la
muerte. Para un país, la muerte empieza con el olvido de su propia memoria, de
su propia historia. La muerte se instala con su sombra en las páginas de los
libros, en los discursos políticos, en los consensos y los acuerdos entre cuatro
paredes, en los pasillos del parlamento, en la sonrisa del candidato que ofrece
el futuro sin memoria, porque el pasado es malo, es el culpable de todos los males
del país. La muerte llega aún país cuando el olvido es ley.
Recordar, o
mejor dicho la Memoria, es la huella de la vida, es lo único que nos puede
decir que alguna vez estuvimos y fuimos hijos, padres, esposos. La Memoria, es
el rastro que dejan los hombres, es la trascendencia misma. Y.
Sólo algunos
olvidan, sólo algunos quieren olvidar el pasado. Generalmente, el Poder. Al
Poder no le gusta recordar el abuso. Al Poder le molesta la historia de las
personas, el Poder prefiere la Historia con mayúscula, no la historia chiquita,
la de los eventos cotidianos.
Y para
nosotros, sujetos finitos, qué es la muerte en nuestras vidas, como vivimos con
la muerte los lunes, los martes, los miércoles, o sólo nos acordamos de ella
cuando un familiar, un amigo o nuestro vecino fallecen.
La muerte nos
acompaña, pero la olvidamos, porque es insoportable la convivencia con ella.
A lo mejor, la
solución es pensar como Borges, que dice que la muerte es una vida vivida y, la
vida, una muerte que viene.
Los escritores,
los artistas, o mejor dicho, los creadores en general, se deben a su obra, que
los trasciende, que permanece. Pero a su vez, sucumben. No son ellos los
responsables de la permanencia de ella, la misma historia los exime de ese
trabajo de marcketeo, son, finalmente, los otros, quienes se encargan de llevar
a un tiempo transhistórico las obras de los creadores. La trascendencia está en
los otros. La inmortalidad está en los otros.
La inmortalidad
la vive el autor, cada vez que su obra es revisitada. Así, hablamos de la
inmortalidad de los clásicos, de esas obras que como dice Italo Calvino son
libros que nunca dejan de decir lo que tienen que decir.
La muerte, esa
invitada de piedra a este festín que es la vida.
Pero, que
hacemos entonces, con este miedo irresoluto al acto más inevitable que se nos
presenta, en la vida.
Dejar que
venga, dejar que llegue. Nada más. O salir a buscarla.
O, pensar en la
inmortalidad.
Kundera escribe
en el libro La Inmortalidad que Goethe no le temía a esa palabra, pero la
inmortalidad de la que habla Goethe no tiene, por supuesto, nada que ver con la
fe religiosa en la inmortalidad del alma. Goethe, cree en una inmortalidad
completamente terrenal, de la de quienes permanecerán tras su muerte en la
memoria de la posteridad.
Y los
escritores que han buscado la muerte, que la han llamado a gritos.
Qué habrán
pensado esos escritores del suicidio. Qué habrá pensado Virginia Woolf cuando se lanzó a
las aguas del río Ouse en la primavera de 1941, con los bolsillos cargados de
piedras para no volver a la superficie, para no volver a la vida y, quedarse,
quedarse en la muerte. O, Artaud con un
cáncer a cuestas decide ingerir una sobredosis de láudano en 1948. En
qué pensaban Cesare Pavese esa
mañana, que toma la decisión de envenenarse en el Hotel Roma de Turín, nada
menos que con 16 sobres de somníferos, el 27 de agosto de 1950. Qué pasó por la
cabeza de Hemingway ese 2 de
julio, que se dispararse de un tiro en la boca en 1961. Pensó quizás, pensaron
a lo mejor que ya todo estaba escrito, que ya todo estaba perdido, pensaron en
la inmortalidad de Goethe. O la realidad los aplastó.
Stefan Zweig se mató en Brasil
junto a su secretaria Carlota Altman, con la que se había casado, huyendo de la
persecución nazi. Alejandra Pizarnik
se suicidó con barbitúricos el 25 de septiembre de 1972. Paul Celan se arrojó al Sena el 30 de
abril de 1970. Vladimir Maiakovski se disparó con un revólver el 14 de abril de
1930. En 1911, agobiado por la pobreza y los problemas familiares, Emilio Salgari se abrió el vientre con
un cuchillo de cocina, un harakiri.
Cada
uno de estos escritores, sin duda, han trascendido, han pasado a formar parte
de los inmortales. Sus obra, sus libros permanecen con nosotros y, de alguna
forma, ellos permanecen, porque la obra del artista es su prolongación, es una
parte de su vida, o su vida toda. A lo
mejor, pensaron que ya sabían demasiado de la vida, y que ya era hora de
conocer la muerte. O será, que entre letras y palabras, está el secreto de la
vida, que no es otra cosa, que aceptar que la muerte es parte de la vida.
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